ABRIL 2022 · ENG

Wim Cuyvers es un arquitecto y escritor belga que vive actualmente en Jura (Francia), donde fundó un refugio llamado Montavoix. Una parte importante de su obra trata sobre el espacio público, que él considera meditaciones site-specific.
En Ciudades pospandemia, Cuyvers comparte cómo el avance de la pandemia refuerza su praxis investigadora en Montavoix con la que viene indagando en la necesidad de una arquitectura que se defina como una guía hacía el afuera.
Ciudades pospandemia #23
Audio: Wim Cuyvers.
Realización sonora: Genzo P.
Comisariado: Kristine Guzmán y Eneas Bernal.
Imagen: Wim Cuyvers. Landschapel, 2022. Cortesía del autor.
Conecta con el trabajo de Wim Cuyvers y su praxis en Montavoix en www.montavoix.blogspot.com, así como a través de Quƴvering Heights la conversación del arquitecto con Lothar Michael publicada por la revista Wrong Wrong (en inglés) www.wrongwrong.net/article/quyvering-heights.
Transcripción del audio
Aprendiendo de Le Montavoies – sobre la arquitectura que nos acompaña hacia el afuera.
Hablo a una pantalla de ordenador e intento imaginar que estoy hablando con alguien, con alguien que conozco y me pregunto qué es más virtual de las dos cosas: hablar con una pantalla de ordenador o hablar con alguien que imagino que está delante de mí.
A modo de presentación, podría decir que trabajé durante 25 años como arquitecto y que después me convertí en guarda forestal (no fue un cambio tan grande como se podría pensar) y que me gustan las cuevas y la espeleología y que llevo toda la vida escribiendo. Eso podría ser una breve descripción de mí mismo. Google podría hacer el resto. Pero supongo que tengo que presentarme un poco más para poder exponer mi punto de vista.
En todos los trabajos que he hecho, estaba presente la idea de que los espacios que buscaba o los espacios que dibujaba o desarrollaba tenían que ser espacios que te hicieran pensar más intensamente que cualquier espacio «ordinario». El pensamiento al que me refiero es el pensamiento sobre nuestra condición existencial. Eso significa, para mí: por qué estamos aquí, por qué muere la gente, cómo vivir con esa idea de que todos somos mortales.
Como arquitecto, empecé a diseñar todo tipo de edificios, también casas, casas privadas. Pero en el camino, me di cuenta de que las casas privadas no son los mejores espacios para pensar. Nunca me ha gustado ese texto clave de Heidegger en el que dice que hay que poder construir, habitar para poder ser. Si eso fuera verdad, significaría que las personas sin hogar no pueden «ser». Y no me lo creo.
Creo que los momentos de transgresión o de invasión de la propiedad privada son momentos clave en nuestras vidas y los espacios a los que se acude para estos momentos de «invasión de la propiedad privada» son; por tanto, esenciales para la arquitectura. Más tarde, empecé a buscar, casi siempre en contextos urbanos como París, Nueva York o Kinsasa, y a menudo poco después de grandes conflictos o cambios como los de Sarajevo, Belgrado o Tirana, lugares donde la gente sin poder, la gente necesitada, pasara el rato o intentara estar, ya que para entonces había comprendido que hay mucho que aprender de estos espacios y que estos espacios son el mismo tipo de espacios a los que acudimos cuando buscamos un momento de transgresión, un momento existencial. Lo llamé «la parte trasera del espacio público» e hice una clasificación de estos lugares. Estos espacios están ocultos y, a menudo, son invisibles para las personas que consiguen negar que ellas mismas también puedan tener ciertas necesidades. Más tarde, me di cuenta de que, en realidad, esa no era la parte trasera del espacio público, sino que, casi al contrario, el espacio por el que pasaban estas personas sin poder era el verdadero espacio público y que los espacios de las terrazas, las calles y las plazas eran espacios muy privatizados. Para poder pensar y debatir esta idea, desarrollé una larga definición del «espacio público» tal y como yo lo entendía.
Y durante años y años, a menudo junto con estudiantes o investigadores, dimos largos paseos protocolizados por las ciudades en busca de indicadores de estos espacios públicos.
Una frase de la definición decía: «El espacio público perfecto sería un espacio en el que cualquiera pudiera hacer cualquier cosa en cualquier momento. El espacio público es; por tanto, una idea platónica, ya que un espacio 100 % público es impensable».
Como el espacio público al 100 % no puede existir, solo podemos hablar de espacios con un mayor o menor nivel público y, en última instancia, podemos comparar determinados espacios. Pero una y otra vez queremos yuxtaponer el espacio público al espacio privado en una simple oposición: queremos decir que el espacio público es lo contrario del espacio privado y entonces formular de una vez por todas una definición de espacio público por un lado y privado por otro. Pero el espacio público puro y el espacio privado puro no existen, ni siquiera podemos esperar ser capaces de imaginar, inventar o diseñar un espacio público puro o un espacio privado puro. El espacio público puro (y, de hecho, el espacio privado puro) es como el hidrógeno, que es un elemento químico que no existe de forma aislada, sino que siempre forma compuestos.
El espacio tiene siempre aspectos de lo público y de lo privado al mismo tiempo. Pero la proporción entre lo público y lo privado difiere enormemente. A mí me interesa y busco espacios de alto nivel público.
Así que, empecé a hablar en conferencias y en textos sobre espacios de alto nivel público y adapté la definición que había hecho anteriormente sobre el espacio público en ese sentido.
Después de enfrentarme a la continua reducción de lo público en las ciudades, en 2007 decidí comprar un gran terreno (27 hectáreas) de bosque salvaje en una montaña muy cercana a la ciudad de Saint-Claude, en el Jura francés.
Desde el principio, me atrajo el hecho de que ese terreno salvaje estuviera muy cerca de una ciudad pequeña, pero muy real. Desde entonces, trabajo principalmente en y sobre esa tierra. Probablemente fue un intento patético y ciertamente contradictorio de comprar un terreno y tratar de instalar en él un lugar de alto nivel público. No conocía o había olvidado en ese momento la cita de Andy Warhol: «Creo que tener un terreno y no arruinarlo es el arte más bello que alguien podría querer poseer». Una parte del terreno se llamaba históricamente «Le Montavoix», que traducido al español significa «La montaña con voz o la montaña con las voces». Desde el principio, me gustó ese nombre, me dio la idea de que podía callarme y sería la montaña la que hablaría, y decidí llamar así a todo el terreno: le Montavoix. Mucho más tarde me di cuenta de que «voix», v-o-i-x y «voies» v-o-i-e-s, suenan exactamente igual en francés, pero tienen un significado muy diferente: «voces» y «caminos». Como ya llevaba mucho tiempo trabajando para abrir diferentes caminos antiguos y olvidados en el terreno, decidí llamar a todo el terreno «Le Montavoies» (con v-o-i-e-s), la Montaña con caminos, entonces tanto el nombre como el trabajo en los caminos me pareció que se correspondía con la intención de instalar un lugar con un alto carácter público. Para el refugio, un albergue primitivo que instalé en una de las dos antiguas granjas del terreno, donde la gente puede pernoctar en una infraestructura muy sencilla, mantuve el nombre «Le Montavoix» (con v-o-i-x): la Montaña con las voces.
Le Montavoies no es un proyecto; uno se compromete con un proyecto durante un tiempo determinado y con un objetivo predefinido. Pero Le Montavoies es para el resto de mi vida activa. En muchos sentidos es «como el amor», uno no decide enamorarse durante un periodo determinado, no tiene un objetivo cuando se enamora, pero cuando se dice «como el amor», al mismo tiempo se dice que no es amor.
Llamo a mi trabajo en Le Montavoies una «praxis» [p.r.a.x.i.s]. Una praxis es una práctica dirigida y guiada por una teoría, y una teoría guiada y dirigida por una práctica. El trabajo en Montavoies es muy físico, se necesita mucho tiempo y esfuerzo para abrir el terreno. Puede resultar muy sorprendente que esté haciendo aberturas en el bosque, que yo, que pretendo trabajar de forma ecológica, esté realmente talando árboles. Para entenderlo hay que saber que, en el Jura, cada año, hay unas mil hectáreas más de bosque como resultado de la reforestación natural tras el abandono de las tierras de cultivo, el bosque es principalmente un hayedo, que al final se convierte en una especie de monocultivo, lo que no es, ni de lejos, el ecosistema más rico. Un bosque necesita aberturas en él para que sea habitable para muchas especies, necesita límites, senderos, etc. para que sea un biotopo para más especies y, al final, accesible y acogedor también para la gente.
Cuando se hablaba de espacios de alto nivel público, y de la definición que yo había desarrollado para ello, la gente solía decir que estaba de acuerdo con esa definición, pero instantes después parecía que la habían olvidado y volvían a la comprensión clásica del espacio público, por lo que tuve que llegar a la conclusión de que no nos entendíamos, que en realidad estábamos hablando de cosas diferentes.
El códice, un sistema jurídico desarrollado por el emperador romano Justiniano en el siglo VI, supuso para mí un interesante paralelismo. Justiniano distingue cuatro categorías de tierras que no podían ser privatizadas: la primera categoría es «res communes»: son el aire y el mar, se consideraban propiedad natural de toda la humanidad. La segunda categoría es «res publicae»: los ríos, los parques y los caminos públicos, que pertenecían a todos los ciudadanos. La tercera categoría es «res universitas»: los baños públicos, los teatros, etc. Y la cuarta categoría es «res nullius», los terrenos baldíos, los pastos para el ganado, los bosques, los animales salvajes. Descubrí la subcategoría: «res derelictae», que es la propiedad abandonada voluntariamente por el propietario. Me di cuenta de que las «res nullius» y su subcategoría eran lo más parecido a lo que buscaba.
Fue trabajar en Le Montavoies lo que seguramente hizo que me viniera a la mente la idea de que todos los lugares que me habían interesado, en los que había trabajado, a los que había llevado a los estudiantes, que me habían conmovido, estaban todos en el exterior, que nuestro deseo de animalidad y divinidad —que tanto nos avergüenza— encuentra su lugar en el exterior, no en los espacios funcionales de la humanidad. Así que, las cosas se volvieron realmente muy sencillas: el espacio que buscaba estaba en el exterior, la palabra, el término que buscaba era simplemente «exterior». Puedo demostrar fácilmente que fue mucho antes de la COVID cuando llegué a esa conclusión, pero para mí es como si la COVID hubiera afianzado mi convicción, me hubiera demostrado a mí mismo lo que ya pensaba antes.
Pero al mismo tiempo me doy cuenta y sé que no podemos sobrevivir en el exterior, que la humanidad, no en vano, empezó a construir pequeñas cabañas hace siglos. Pero desde estas primeras búsquedas de protección en el interior, la humanidad se centra cada vez más en estos espacios interiores, actuamos como si pudiéramos olvidar que hay un exterior, como si pudiéramos olvidar nuestro anhelo de salir y la humanidad siguiera desarrollando herramientas para evitar estar fuera. El smartphone es el último paso (increíblemente poderoso) en esa evolución: el smartphone nos da incluso la idea de que estamos fuera, pero llevamos con nosotros todo lo de dentro (control, certeza, entretenimiento…) cuando paseamos conectados. La vida evoluciona hacia dentro, hacia el interior, cubierto, climatizado, iluminado: nos desplazamos de nuestra casa al centro comercial en coche, que es probablemente el espacio más acondicionado que podamos imaginar: de una tienda a otra, de la boutique a la crepería, siempre con la misma luz, de las tiendas al aparcamiento, al metro, a la estación de tren, al coche, aire acondicionado, siempre con la misma música, siempre con la misma temperatura, siempre con un zumbido similar, seco, sin viento; radio, GPS, móvil, ordenador al alcance de la mano, rejillas de ventilación para el aire caliente o frío, asientos ergonómicos: todo se puede manejar sin moverse. Esa continuidad en el interior está diseñada, pero no es arquitectura. Estamos domesticados por la luz, estamos domesticados por la calidez, por la uniformidad, por la ausencia de diferencias, por la luz continua; es decir, solo luz, nada de oscuridad. Los detectores de movimiento conectan nuestros movimientos alrededor de la casa con la luz, y también lo hacen en el jardín, en la calle, en la ciudad —las luces se encienden dondequiera que vayamos, cuando nos acercamos a una casa, cuando nos acercamos al garaje, las luces se encienden, la oscuridad de fuera se apaga— la oscuridad de fuera se apaga. Una galería comercial se funde perfectamente con la siguiente.
La arquitectura se ve casi siempre como un espacio que cobija a las personas, un espacio envolvente, un espacio que encierra, un espacio que da derecho a estar en él a quienes lo poseen. Pero el espacio que se cierra también encierra. Los que están encerrados buscan el espacio que les permite estar fuera. Arquitectura = el espacio y los elementos espaciales que nos permiten estar fuera, que nos cobijan, pero no nos encierran, no nos mantienen dentro. No me refiero a la acampada al aire libre ni a las técnicas de supervivencia de un guerrillero (urbano). No me refiero a la mejor chaqueta de Gore-Tex, a la tienda de campaña más ligera o a la hamaca más moderna. Arquitectura = Espacio no acondicionado = Espacio no climatizado. Como he dicho antes, Heidegger se equivocó cuando escribió Construir, Habitar, Pensar. La arquitectura es espacio no condicionado, espacio incondicional y, probablemente, espacio inconexo. Arquitectura = espacio para estar fuera.
Pienso en el mundo (exterior) como un triángulo isósceles, esa forma de mirar socava la yuxtaposición reductora del espacio interior al exterior. En un lado del triángulo está el espacio de los dioses, es una masa de roca maciza e impenetrable. En el otro lado, está el bosque, es donde viven las bestias. Los espacios huecos de, para y por los seres humanos limitan el tercer lado. La masa de los dioses cuelga sobre el mundo exterior que es el refugio de la roca, la separación entre el espacio exterior y el bosque es la linde del bosque, la copa del árbol cuelga en el espacio de los seres humanos; y en el espacio exterior, aquí y allá, hay árboles aislados. Los seres humanos nos sentimos atraídos por lo sublime del mundo denso e impenetrable de los dioses y por la animalidad del bosque. No podemos aguantar en el mundo exterior; podemos detenernos un momento a la sombra del refugio rocoso, de la copa del árbol, de la linde del bosque, del árbol aislado. Al final, probablemente, eso es lo más exterior que podemos estar; a la sombra de lo sublime, a la sombra de lo bestial, buscando un momento sublime o monstruoso.
Estos son mis cuatro modelos básicos de arquitectura, los espacios que nos permiten estar afuera: la copa del árbol, la linde del bosque, el refugio de la roca que sobresale y el árbol aislado.
Los cuatro son variaciones del nicho desplegado: las superficies laterales, la superficie superior y/o la inferior están plegadas. La diferencia entre un nicho y un nicho desplegado es como la diferencia entre una habitación «corriente» y una habitación sin suelo de piedra o madera terminado, pero con suelo de tierra, una habitación sin techo o tejado, una habitación con un abismo.
Podríamos seguir apropiándonos del nicho, pero contra la pared, bajo la copa del árbol, alguien podría acercarse, rozarnos, agarrarnos por la entrepierna. En el nicho, podríamos seguir de pie como una estatua está en el nicho: el nicho hecho para esa única estatua, la estatua hecha para ese único nicho, como si perteneciéramos a este lugar, como si estuviéramos en casa. En el nicho desplegado, estamos todo lo expuestos que podemos estar como seres humanos. Podríamos permanecer en el nicho, pero no en el nicho desplegado. Nosotros, los humanos, no podemos estar más afuera que en el nicho desplegado. El campo es abierto, el bosque es denso, la linde del bosque entre ambos está repleta de vida, es donde los árboles producen semillas, todo florece allí con mucha más intensidad que en el propio bosque, es donde los pájaros van a buscar comida, donde las aves hacen sus nidos, las aves de presa encuentran abundancia de comida, los insectos son atraídos por las flores y las bayas. En la linde del bosque puedes estar dentro o afuera de la luz, dentro o afuera de la sombra, dentro o afuera de la vista. En la linde del bosque, puedes comer o ser comido. En la linde, a menudo literalmente, en la linde del bosque, los extranjeros esperan para salir a la luz, para cruzar el campo abierto, el Canal o el Mediterráneo, por ejemplo. Allí, en campo abierto, pueden ser atrapados, disparados. Allí, expuestos, corren el riesgo de perecer.
Arquitectura = Infraestructura para los extraños, para los extranjeros. El extranjero está afuera, el extranjero es un forastero. Estar afuera es esencial, estar afuera es existencial. La arquitectura acompaña al que está afuera, la arquitectura es el acompañamiento [accompagnateur] del forastero, del extranjero, de los que no están en casa.
La roca que sobresale nos protege de la lluvia y la nieve, pero la masa amenaza: ¿cuándo caerá el peñasco? Es una alegoría de la situación humana. Buscamos, una y otra vez, refugio bajo la amenaza. Nos cobijamos bajo la roca que sobresale, igual que nos cobijamos bajo un árbol aislado que puede ser alcanzado por el rayo.
El lenguaje nos engaña todo el tiempo, seguimos pensando que nos entendemos, pero en realidad, no lo hacemos. Un escritor escribe un libro, pero todo el mundo lo lee de forma diferente. Alguien dice «rojo» y todos los que escuchan esa palabra ven un color diferente. Por el contrario, tengo muchas esperanzas en las posibilidades del espacio. Nosotros, y especialmente las personas que reconocen y aceptan su necesidad, tenemos una gran capacidad para leer y entender los espacios de manera muy similar. Podemos entendernos a través del espacio; por eso, nos encontramos con gente interesante bajo el refugio de la roca, de pie bajo la copa del árbol, en la linde del bosque, bajo el árbol aislado. Debe ser un conocimiento verbal previo el que nos une y conecta
Si hay alguna lección que aprender de la COVID, es, sin duda, el hecho de que debemos estar afuera y no hablar con un ordenador.